domingo, 9 de agosto de 2009

Lector

El trabajo con adolescentes puede ser reconfortante por la gran capacidad que tienen para sobreponerse a los malos maestros, al poco dominio de contenidos que les ofrecen o a los ataques a su autoestima que algunos profesores con perfil de diva les propinan en las escuelas, lo cual a los chavos no les preocupa porque quienes tienen la capacidad para sobresalir –la gran mayoría- lo hacen con, sin o a pesar de sus maestros.

Trabajo en secundaria desde hace unos años, pocos a decir verdad, tan pocos que aún no me alcanza la rutina que reflejan mis compañeros en sus rostros y comentarios, muchas veces amargos y llenos de desaliento, y puedo decir que mi trabajo allí fue mera conveniencia. Sí, decidí buscar la oportunidad de trabajar en este nivel para satisfacer mis necesidades como docente en la Normal, pues no concibo que alguien que nunca ha pisado esas aulas llenas de mutantes adolescentes potenciales -o ya olvidó lo que se siente-, pretenda formar profesores para ese medio.

Hace unos días terminé mi función como lector de varios documentos recepcionales elaborados por alumnos de la modalidad semi-escolarizada que aspiraban a titularse de la licenciatura. Mi trabajo consistía en leer con lupa sus textos para detectar fallos desde la estructura formal del documento, hasta el manejo de los contenidos, pasando por la estructura misma del texto, revisando ortografía, sintaxis, coherencia, cohesión, etc., el trabajo lo creí sencillo, pero me equivoqué. Después tendría que ser parte de su jurado en el examen profesional.

De abril a julio leí nueve documentos de los cuales sólo a siete les di seguimiento; los dos que no seguí estaban muy mal escritos: mala ortografía, pésima redacción en todos los sentidos, mal tratamiento de los contenidos que pretendían compartir, al grado que la autora de uno de esos documentos, catalogada –malamente- por muchos de mis compañeros como una alumna modelo, estuvo a punto de renunciar al proceso de titulación cuando se dio cuenta de sus grandes deficiencias que por supuesto nadie le había hecho notar.

Los otros siete tenían sus problemas, unos más serios que otros, pero sus autoras soportaron las revisiones críticas que les hacía y evidentemente mejoraron sus trabajos. No estoy diciendo que salvé la vida académica de ninguna de ellas, no; pero del primer borrador que recibí al último, se notó una gran diferencia, no porque hayan hecho caso a todas mis sugerencias, tampoco, sino porque tuvieron más elementos para explicar, argumentar, describir, narrar y fundamentar su experiencia docente, como lo exige el documento al que me refiero.

Entre las siete, había tres destacadas, una en cada ángulo del triángulo, de las cuales sólo una tenía el antecedente de la Normal Básica. La primera porque escribió un texto redondo que no dejaba huecos de información, difícil para encontrar detalles qué preguntar porque casi todo estaba contestado en el mismo párrafo o en el siguiente; la segunda porque atendió mis sugerencias sin chistar, y la tercera, la de la Básica, porque su primer borrador estaba peor que los primeros dos documentos que ya describí y terminó como algo bastante aceptable después de cinco o seis días de trabajo intensivo con ella.

Esta última trabaja en primaria, con quinto grado y traía el mundo encima, muchos problemas la atacaron al mismo tiempo y la estaban haciendo pedazos; pero en el momento más intenso de su revisión, aquel donde parecía que ya no daría más por lo malo de su texto, se detuvo a preguntarse en voz alta: -“Si así estoy de mal, ¿qué les estoy enseñando a mis alumnos?”. La pregunta me recordó que cuando mis alumnos de la normal interceden por alguno de sus compañeros que no cumple su parte, sólo les pregunto si lo aceptarían como profesor de sus hijos… la respuesta siempre ha sido la misma: -“No”.

A todas les pregunté en su examen sobre lo que la normal les debe y lo que ellas deben a la normal. A lo primero respondieron que nada y a lo segundo que mucho; pero cuando pregunté cómo le iban a pagar esa deuda a su escuela, todas respondieron que con mucho esfuerzo; sólo a las tres les creí, las demás respondieron como requisito, sin reflexionar su respuesta, en automático, como si la escuela donde se formaron como docentes no pudiera pasarles la factura nunca.

En los exámenes profesionales que me tocó presenciar, cinco de las siete aspirantes lloraron, no al terminar, sino durante el examen; unas lloraron discretamente y otras a moco tendido, pero eso sí, ninguna interrumpió su examen por ello. Comentaba con mi esposa y un amigo que eso sólo se ve en las normales, no sé si en todas o si en las demás especialidades, pero al menos en la de Español sí. Esas lágrimas se acentuaban cuando, las ahora profesoras de secundaria, hablaban de sus alumnos, de la necesidad de escucharlos, de atenderlos, de eliminar sus carestías de aprendizaje, pero creo que mayormente al verse reflejadas en ellos.

No puedo asegurar que el llanto que atestigüé haya sido por lo anterior o por simples nervios, pero me quedo con la primera impresión; tampoco apostaría a que serán buenas profesoras de Español en secundaria, no las conozco como para tanto; sin embargo estoy convencido de que esto de compartir con adolescentes les gusta, lo disfrutan, les apasiona, no como a muchos profesores en servicio que simulan el trabajo a diario, sin una pizca de interés en sus alumnos, sin un solo rasgo de entrega a su profesión, sin la más mínima idea de lo que implica ser profesor.

El hecho de que una haya reconocido sus fallas e identificado cómo superarlas me deja satisfecho y con la esperanza de que tal vez, en un futuro, quienes trabajamos con chavos en las aulas de secundaria podamos superar nuestros límites por el bien de ellos y de nosotros mismos.

Hasta luego…